José María Pérez Gay /II y último
Si la crisis global que sepultó al neoliberalismo no se hubiera presentado con tal fuerza, el Estado habría sido arrastrado por la globalización de los mercados y, por eso mismo, su presencia sería en nuestros días casi virtual. Mientras otras naciones con un nivel de desarrollo avanzado adoptaron nuevas estructuras y se hicieron más fuertes, los países más pobres no pudieron consolidarse más que al amparo de un imperio neoliberal protector.
El sueño de Friedrich August von Hayek, el profeta del neoliberalismo, consistía en imaginar que poco a poco el mercado despojaría al Estado de sus símbolos de soberanía. Mañana sería la moneda, pasado mañana la ciudadanía, y después culminaría con la privatización de la salud y de la educación, y, por si fuera poco, la victoria del derecho sobre la ley haría que la autonomía individual fuese ilimitada. En este sentido, la responsabilidad social del Estado sería cada vez más restringida, mientras que la responsabilidad individual debería aumentar.
La política no es, según Hyek, sino la sombra que proyecta la gran empresa sobre la sociedad, y seguirá siéndolo mientras el poder resida en la empresa para beneficio privado a través del control privado de la banca, la tierra y la industria, reforzado por el dominio de la prensa, las agencias de noticias y otros medios de publicidad y propaganda
.
¿El Estado mexicano es un Estado fallido? No lo creo. Aunque los hechos duros nos adviertan que nadie nos garantiza la seguridad; que el reino de la impunidad se extiende cada día más y que nuestro crecimiento económico es, desde hace 25 años, casi igual a cero. Su historia nos demuestra lo contrario.
En Facticidad y validez: sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Jürgen Habermas afirma que el problema de la validez moral del Estado se confunde casi siempre con la cuestión referente a la razón sociológica de vigencia del poder estatal, ya que, al buscar la justificación del Estado, se nos remite a su reconocimiento por la democracia, y sobre todo se nos remite a las ideologías legitimadoras dominantes.
Nadie cree en la actualidad que todas las normas emanadas de la legislación democrática sean derecho justo en virtud de una misteriosa predestinación metafísica. ¿Pero qué hacer cuando se trata de un acto estatal moralmente reprobable, en cuyo caso no tiene mayor importancia si semejante acto es o no legalmente irreprochable? Muchos, ciertamente, califican de heroica una concepción del Estado y del derecho que cierra las puertas a toda resistencia moral. La verdad es lo contrario. Es heroica aquella concepción que no resuelve unilateralmente –como escribía Hermann Heller poco antes de la caída de la República de Weimar– el conflicto de deberes, sino que reconoce su trágica insolubilidad y, a la par, el derecho moral a resistir. Es trágico que toda realización del derecho dependa del demonio del poder, pero es reprobable la santificación ética de ese demonio que hoy corre por buena.
Por esta razón la legalidad del estado de derecho no puede sustituir a la legitimidad. La teoría del Estado se halla ante el hecho de que, ni una supuesta armonía del derecho y del poder, ni la legalidad, pueden justificar el Estado de modo universal. Pero ocurre que todos los que llevan las riendas de poder político afirman hallarse al servicio de la justicia. Como se sabe, el poder se apoya en las órdenes que se cumplen, pero el cumplimiento, en todas las formas de señorío, vive y se alimenta esencialmente de la creída justificación de la orden. Siempre los que gobiernan tendrán el mayor interés en hacer ver que el Estado que rigen es expresión de la razón moral.
El diccionario de la Real Academia Española define la palabra gobernanza: Arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía
. Gobernar en la democracia significa colocar los intereses superiores de la nación por encima de los intereses individuales o de grupo. Sólo así será posible apagar el encono que amenaza con mantener dividida a nuestra sociedad. ¿Será mucho pedir?
La justificación del Estado nunca puede consistir en armonizar, cueste lo que cueste, el derecho con el poder. Porque todo poder estatal debe su existencia y su figura a la voluntad humana, demasiado humana, y en él concurren, junto con las fuerzas morales más sobresalientas, proporciones enormes de tontería, de estupidez, de malignidad, vileza y arbitrariedad.
El Estado es el único antídoto eficaz contra el veneno de la impunidad política y jurídica que nos gobierna; en el territorio de la impunidad, el cinismo es la verdadera filantropía. Desde la Carta de deberes y derechos, de Luis Echeverría, pasando por la Renovación moral, de Miguel de la Madrid, al gran sueño de la modernización y nuestra inclusión en el primer mundo de Carlos Salinas de Gortari y el tobogán de la ignorancia y la decrepitud intelectual de Vicente Fox, siguieron existiendo los dos Méxicos. Sus polos inconciliables saltan a la vista. Una nación alberga en su seno a dos sociedades absolutamente distintas, dos tiempos históricos, dos espacios culturales. Luego de contrastar opulencia y miseria, monopolización y carencia, la metáfora se agota en sí misma, el mito de la desigualdad se extenúa en el círculo vicioso: nunca el México de abajo alcanzará al de arriba.
Una nueva verdad científica –dijo Max Planck, uno de los teóricos de la física cuántica– no triunfa porque se logre convencer a sus opositores y se haga ver las cosas con claridad, sino porque los opositores acaban por morir y surge una nueva generación que se familiariza con la nueva verdad. La apreciación de Planck puede extenderse a otros terrenos. A principios del siglo XXI han desaparecido en México los propietarios retóricos de la Revolución Mexicana, el estado de derecho brilla más que nunca por su ausencia y el Estado laico tiene, al parecer, fecha de caducidad. No es posible establecer ninguna diferencia entre estados fallidos y estados fuertes, la única diferencia del Estado radica en la distinción de lo justo y lo injusto. El Estado social moderno se convierte en estado de derecho sólo mediante una definitiva emancipación que trascienda el mercado y se convierta en el espacio público político. Soy optimista: creo que nos hacen falta dos o tres generaciones de mexicanos para llegar a esa conciencia jurídica y social. Sin embargo, la única tarea que nos convoca a todos es evitar que el poco porvenir quede entregado a los núcleos inertes de autofagagia y gusto de sangre, de desprecio y ladinismo, de racismo y barbarie que nos dominan.