Una de las consecuencias inmediatas de la Revolución mexicana fue la promulgación de la Constitución Política de 1917. Entre sus artículos fundamentales sobresalió el 123, que en una de sus cláusulas fijó la edad mínima de admisión al trabajo en 12 años. Los niños menores de 16 años no podrían trabajar más de seis horas, ni en condiciones insalubres o peligrosas, ni tampoco en horarios nocturnos.
Sin embargo, pese a las disposiciones constitucionales y a los posteriores reglamentos, en las primeras décadas del siglo xx los niños continuaron trabajando tanto como antes. En 1923 se contabilizaron más de 2 000 niños en las fábricas y talleres de la ciudad de México, cifra que representaba 7% de los trabajadores manufactureros urbanos; entre ellos había pequeños de 7 u 8 años de edad. Los empresarios buscaban mano de obra barata y las familias populares requerían ayuda económica, de ahí que miles de niños fueran contratados en los diversos establecimientos industriales de la ciudad. En las fábricas de hilados y tejidos ellos, como ayudantes o aprendices, eran los encargados de recoger del suelo arpilleras, canillas u otros objetos, de sustituir las pesadas y grandes bobinas cuando el hilo se terminaba, o de insertar sus delgados y pequeños dedos entre los intersticios de las máquinas para sacar los hilos rotos atascados. En los talleres de calzado, en las panaderías, las carnicerías y las curtidurías, los niños trabajaban más de 10 horas diarias ganando apenas 25 centavos, o buena parte de las veces sin recibir sueldo alguno, con el pretexto de que se encontraban en un periodo de aprendizaje.
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